- Hola, pelirrojo – Su sonrisa, pintada de un
fuerte rojo pasión, se pinceló en su bonito rostro de una manera majestuosa. A veces,
cuando las dudas y el temor me acuciaban, me permitía la debilidad de admirar a
aquella sorprendente mujer. Ella alzó sus menudos brazos en dirección mía, tentándome,
tejiendo su telaraña personal. Nunca tendría claro si sus brazos eran las puertas
del paraíso o del infierno - ¿Por fin te has decidido?
- No – contesté con sinceridad mientras me
acercaba a ella. Descifrar mentiras había
sido uno de nuestros pasatiempos favoritos. Ya no, sin embargo.
- ¿Qué haces aquí entonces, Lucas? – Me senté
en la cama, muy próximo a ella pero siempre dándole la espalda. Observar sus
ojos azules me turbaba, entumecía mis sentidos y creaba cortocircuitos en mis
pensamientos.
- Creí que podía manejarlo. Creí que podía
conseguir ser feliz sin herir a nadie por el camino. Me equivoqué – Tapé mi
rostro con mis manos, avergonzado. Debería haberle hecho caso desde un
principio. Aria era el pecado en persona, pero el pecado no dista mucho de la verdad
en sí. Tan atrayente que amortigua el golpe. Todo el mundo quiere poseerla, a
cualquier precio, incluso si eso significa perder la esencia.
- Oh, vamos, Lucas – Sus brazos me abrigaron
y cuando sus manos se toparon con las mías, sentí su aliento acariciándome la
oreja – No te castigues tanto. Somos humanos, al fin y al cabo. Erramos, es ley
de vida – Sus manos alejaron las mías de mi rostro, como si quisiera quitar una
máscara que llevaba soportando durante mucho tiempo. Entonces, su menudo cuerpo
se enfrentó al mío, corpulento, sin miedo, como siempre había sido… y sus ojos,
sus inquietantes ojos se posaron sobre
los míos con la seguridad de un torbellino. ¿Cuán fácil podría ser todo para
ella? Nunca cuestionándose nada, viviendo a base de impulsos sin importar las consecuencias.
- Te envidio – musité tan bajo que sonó más
a una expiación de pecados que a una realidad patente.