Se sintió en éxtasis cuando su puño golpeó la
primera cara. Sus nudillos encajando de forma cósmica en la dentadura de aquel
hombre que se había encontrado por azares grotescos del destino en su camino.
Los remordimientos, acallados por el océano de ira, trataban de mantenerse a
flote, pero el sismo de la desesperación acabó por ahogarlos. El siguiente
golpe le supo a gloria y el siguiente y el siguiente, incluso los que recibía a
cambio eran bendecidos por su momentánea locura de placer.
Las figuras difuminadas que se acercaron a
ayudar al primero compartieron la misma suerte que la de él. La violencia
carcomía sus entrañas como si quisieran mudarlo de piel, como si quisieran
transformarlo en un monstruo por completo. No le importaba, joder. Nada de eso
importaba. Se basaba en gritar y
golpear, en no pensar, en no desear. Era un juego, era el juego del “me quiere,
no me quiere”, pero no deshojaba margaritas si no bocas de bastardos inocentes.
La esperanza se marchitaba con cada eco que el puñetazo dejaba en el aire.
Varios brazos encarcelaron su cuerpo vetándole
de su danza particular de ojos morados y costillas rotas. Una milésima de
segundo después, el karma le azotaba con saña. Lo gracioso era el alivio que encontraba
en el acto. Rogó porque todos los golpes que recibía consiguieran exorcizar la
desesperación y la angustia de un sistema contaminado porque algo realmente malo
y jodido estaba pasando con él.