Me bastaba con admirar su espalda
y el humo que salía de su cigarrillo para sentirme tranquila en ese tumulto de
sentimientos sin sentido. La música nos envolvía, nos acunaba y nos susurraba
palabras de amor, promesas de lazos irrompibles y de distancias olvidadas. Se
giró y nuestros ojos se encontraron y ese simple hecho, la de su mirada
rozándome la mejillas y los labios, casi hizo que me pusiese a llorar. Cuando
el cariño de alguien te alcanza de esa forma tan arrolladora, del tipo que
azota tu triste corazón y quema tu absurda alma, en el fondo te preguntas qué
es lo que queda, si encontrarás algo así de nuevo, si en algún punto de tu insulsa
vida conocerás a alguien como él, que te ayude a estar tan en calma contigo misma. Su
mano cogió la mía y sonrió y me repitió por infinita vez qué pequeña era esta.
Le sonreí de vuelta y le abrí los brazos. Toda mí se quería sentir pequeña en
ese momento, vulnerable, no quería luchar, ni fingir que era del tipo de
personas que enamoran con un batir de pestañas. Solo quería ser yo. Un alma. Un
ente, arropado por su cuerpo. Quería sentir ese tipo de dependencia del que
tanto había oído hablar y siempre había odiado. Quería ahogarme en su cuello,
que mis dedos desapareciesen entre su cabello y mi cuerpo se uniese a las
últimas cenizas de su cigarro. Quería morir, pero vivir al mismo tiempo. Quería
llorar, pero reír de pura felicidad. Quería… ¿qué es lo que quería? Su beso no acalló
mis dudas, pero mientras su mano trazaba figuras irreconocibles sobre mi
cuerpo, supe que por el momento eso sería suficiente. Para él. Para mí. Para lo
nuestro.